Por Jorge Rendón Vásquez
Los primeras nociones de socialismo o de una sociedad socialista surgieron en el siglo XIX. Sus expositores iniciales: Fourier (los falansterios) y Cabet (las comunas), idearon una economía basada en la propiedad de los medios de producción por la sociedad y en el trabajo de todas las personas aptas. Fourier esperó en vano que alguna persona generosa financiara su proyecto, y Cabet, con su dinero, estableció una comunidad icariana en Estados Unidos que fracasó por las disenciones entre sus miembros quienes terminaron expulsándolo. Federico Engels, denominó genéricamente a esos modelos y a otros similares socialismo utópico y sobrepuso a ellos otro al que llamó socialismo científico que debía resultar de la evolución dialéctica de la sociedad capitalista. Expuso su tesis en su artículo Del socialismo utopico al socialismo científico, publicado en Londres, en abril de 1892.
El socialismo revolucionario de Engels
En este artículo Engels sostuvo que la concentración del capital lleva a la formación de grandes empresas que se hacen cargo de la mayor parte de la producción y del mercado sin poder, no obstante, evitar las crisis de sobreproducción que se agigantan. En cierto momento, el Estado puede expropiar esas empresas, con una actividad ya socializada en la práctica, pero no el Estado capitalista, sino otro Estado asumido y dirigido por la clase obrera que con su trabajo en las empresas crea la riqueza social.
Cito sus afirmaciones en tal sentido:
“Algunos de estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad total a producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad.”
[…]
“En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la naciente sociedad socialista.”
[…]
“Para esto ya no hay más que un camino: que la sociedad abiertamente y sin rodeos tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección que la suya.”
[…]
“El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza, que si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado.”
Cómo ha evolucionado realmente la sociedad
Esta visión de Engels de la sociedad de su tiempo, en los países capitalistas con mayor desarrollo capitalista, no se basaba en un análisis exhaustivo de la realidad social, en lo concerniente a las relaciones de producción y a las fuerzas productivas, ni estaba respaldada con datos estadísticos.
Si bien, la acumulación y la concentración del capital había llevado a fines del siglo XIX a la formación de grandes consorcios en los países capitalistas más desarrollados –trusts, cartels– esta concentración no abarcaba a la mayor parte de la actividad económica. A fines del siglo XIX, las medianas y pequeñas empresas y numerosas empresas grandes que mantenían su independencia seguían produciendo mucho más de la mitad del PBI. Esa concentración había dado lugar a la formación de oligopolios, pero no de monopolios. Sin embargo, por la influencia de las ideas del socialismo socialdemócrata y por la conveniencia de una parte del capitalismo, crecía la tendencia a entregar al Estado los servicios de transporte ferroviario y algunas empresas productoras de armamentos y otros bienes.
En cuanto a la clase obrera las expectativas de que esta se moviera por una revolución a la toma del poder quedaban condicionadas a su crecimiento y a que adoptara mayoritariamente ese propósito. Pero no se dieron ambas condiciones.
Durante el siglo XX, la clase obrera industrial cesó de crecer al ritmo del desarrollo capitalista. Al distribuirse la producción de los bienes y servicios en los sectores primario, secundario y terciario, la clase obrera tradicional industrial, que constituía el sector secundario, fue reduciéndose numéricamente hasta menos del 30% de la masa laboral empleada. Los trabajadores del sector terciario, dedicado a la producción de servicios pasaron a ser más del 60%, repartidos en varias clases de actividades a cargo sobre todo de medianas, pequeñas y microempresas; y los del sector primario, ocupado en la agricultura y la ganadería, descendieron a menos del 10%.
Tampoco la clase obrera se adhirió mayoritariamente a la ideología socialista revolucionaria. Hacia fines del siglo XIX, una parte de ella apoyó al socialismo reformista que participaba en las elecciones para la formación de los poderes Legislativo y Ejecutivo y propugnaba la obtención legal de ciertos derechos sociales; otra parte, la mayor, se mantuvo entre la indiferencia y una espera pasiva de lo que el gobierno o los sindicatos pudieran darles, y sólo una minoría integró los grupos comunistas.
La idea de un cambio revolucionario fue asumida, en su mayor parte, por intelectuales, profesionales y estudiantes universitarios, los que se entregaron a la militancia política con entereza y sinceridad, pensando en contribuir a la construcción de una nueva sociedad sin explotación, a pesar de las dificultades en su vida personal y la persecución emprendida contra ellos por los gobiernos del feudalismo y el capitalismo. ¿Por qué no llegaron a convencer a la mayor parte de las clases trabajadoras? Un factor importante fue el hecho de que la mente de los obreros estaba casi totalmente aplicada al trabajo y le era difícil asimilar una ideología liberadora cuya creación había requerido muchos años de trabajo intelectual intenso. Cuando cierto número de obreros se plegó al marxismo sus compañeros de trabajo advirtieron que podían confiar en ellos y los colocaron en la dirección de sus incipientes organizaciones sindicales. La dirección ideológica no procedía, sin embargo, de ellos, sino de los grupos dirigentes de los partidos o grupos que tenían el marxismo como ideología, casi todos intelectuales o profesionales.
El abandono de la vía revolucionaria
Al terminar la Primera Guerra Mundial, el movimiento socialista, ya dividido entre la Socialdemocracia que participaba en la mecánica electoral y el partido Bolchevique de Lenin que rechazaba esa participación y se manifestaba por una revolución, avanzó por estas vías predeterminadas.
La Socialdemocracia alemana, luego de la revolución de 1919, prefirió entenderse con una parte del capitalismo y con ella hizo aprobar una Constitución reformista en la asamblea de Weimar.
En cambio, Lenin y el partido Bolchevique tomaron el poder en Rusia por una revolución, en noviembre de 1917. Este país había sido hasta ese momento un enorme imperio autocrático con un capitalismo que empezaba recién a desarrollarse y una población agraria de más de las dos terceras partes del total sometida en su mayor parte a explotación feudal. Lenin y su partido, al que denominaron vanguardia de la clase obrera, implantaron allí el socialismo, estatizando la producción industrial y de servicios. Pero, ante el descalabro de la economía por la falta de dirigentes empresariales y la guerra que emprendieron contra este gobierno las potencias capitalistas, Lenin y su gobierno tuvieron que reinstalar el capitalismo en 1922. Fue la Nueva Política Económica. Recién a partir del Plan Quinquenal de 1929 se socializó allí de nuevo toda la economía.
Contradictoriamente, de allí en adelante, la postulación de una revolución –el leninismo– fue casi abandonada por los partidos comunistas de otros países, los que trataron de adaptarse a la mecánica electoral votando por algún “burgués progresista” o algún otro si no habían llegado a inscribirse en el padrón electoral por la prohibición de hacerlo o por su insuficiencia numérica, excepto en China por las particulares condiciones de este país.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas de Francia e Italia, los más numerosos del mundo capitalista, renunciaron definitivamente a la revolución y se insertaron en los regímenes democráticos de sus países con renovación electoral periódica de la dirección del Estado. En los demás países capitalistas sucedió otro tanto en el marco de la Guerra Fría y el maccarthismo.
Una excepción a esta tendencia fueron algunos movimientos guerrilleros animados por grupos marxistas que no concitaron, empero, el apoyo de la mayor parte de trabajadores y otros sectores de la población y fueron derrotados o controlados, salvo en Indochina donde su propósito fue alcanzar la independencia nacional.
En las décadas del ochenta y noventa del siglo XX, los gobiernos comunistas de los países del Este europeo fueron erradicados por otros grupos políticos favorables al capitalismo con el apoyo de una parte de la población. Con la desaparición de la Unión Soviética terminó también el financiamiento de numerosos partidos comunistas de los países capitalistas que solo podían mantener sus burocracias dirigentes con esa ayuda.
Al terminar el siglo XX, los partidos comunistas se habían convertido en grupos muy pequeños, sin influencia en la mayor parte de las clases trabajadoras. Correlativamente, casi todas las organizaciones sindicales que habían formado parte de la Federación Sindical Mundial, una organización inspirada por el movimiento comunista, se desafiliaron de esta y se inscribieron en una central internacional afín al sistema capitalista.
Ahora, a la clase obrera, integralmente considerada, le es extraña la noción de una revolución social y no le interesa tenerla. Políticamente, los obreros distribuyen sus votos, como muchos otros votantes, inducidos por la alienación, entre partidos políticos emanados de otras clases sociales e incluso de aventureros. Tampoco, la mayor parte de la clase obrera tiende a afiliarse en sindicatos, a pesar de que estos podrían reportarle algunas mejoras. Prefiere esperar que otros las obtengan y beneficiarse luego con ellas.
Apartados de esta realidad social, los partidos y otros grupos comunistas residuales han seguido guiándose, no obstante, por ciertos eslóganes propios del siglo XIX y de la Unión Soviética con celo ortodoxo y calificando de réprobos y fraccionalistas a sus oponentes. De haber tenido lugar esas discusiones en la Unión Soviética, los disidentes de la línea oficial habrían terminado sus días fusilados o en una mazmorra. Tal militancia y sus debates y acciones no pasan de ser un desperdicio de energía y tiempo sin ninguna incidencia económica o social.
Evolución del capitalismo
Desde el siglo XIX, la sociedad capitalista ha continuado su evolución dialéctica, como una lucha permanente de contrarios, como Marx había descubierto, si bien hasta ahora solo como una acumulación de cambios cuantitativos y sin llegar aún a la formación de una nueva estructura económica. Junto a la clase obrera han surgido otros grupos laborales, de los cuales el más importante es la clase profesional a cargo de la dirección de las empresas y de la burocracia estatal.
A pesar de su magnitud creciente, las crisis económicas periódicas no han llegado a abatir al capitalismo el que ha aprendido a sobreponerse a ellas. Por el contrario, el enorme desarrollo de las fuerzas productivas, basado en invenciones y descubrimientos, en la educación del pueblo, en la creciente formación profesional de los trabajadores y en la acumulación de grandes masas de plusvalía, ha seguido acrecentando la producción y el consumo de bienes y servicios. Una parte de la plusvalía ha incrementado los derechos sociales y los servicios públicos administrados por el Estado.
El capitalismo novecentista, libre de la intervención estatal y sin derechos sociales, solo subsiste como producción y comercialización informales, sobre todo en los países en vías de desarrollo.
La estructura capitalista ahora
Es ya imposible negar el descubrimiento de Marx de que la plusvalía o el valor agregado procede del trabajo, si bien no solo del trabajo de los obreros, sino de todo trabajo comprometido en la producción y la circulación.
Estamos así ante una estructura capitalista modelada por la evolución social, en la cual los cambios cuantitativos se traducen principalmente en derechos de los trabajadores y de la sociedad en conjunto, cambios logrados en su mayor parte por la acción directa e indirecta de los grupos de inspiración marxista.
Las clases sociales integrantes de esta estructura cumplen funciones que se complementan para existir: 1) los capitalistas de todos los niveles detectan, precisan y crean las necesidades de la sociedad, acopian los recursos, técnicos, financieros y organizativos para satisfacerlas y lanzan al mercado la producción de los bienes y servicios correspondientes que los consumidores y usuarios pueden elegir y adquirir de inmediato; 2) los trabajadores, de dirección y ejecución, aportan su fuerza de trabajo sin la cual sería imposible la producción y la circulación. Se trata, en realidad, de dos funciones establecidas por la evolución social para satisfacer las necesidades de la sociedad. En esta asociación de facto, cuya unidad es la empresa, cada grupo queda obligado a ejecutar las tareas que le corresponden con eficiencia, mejorando sus resultados y sin causar daños, lo que, se diría, quiere la sociedad como usuaria y consumidora de los bienes y servicios producidos. Las condiciones de la participación de la fuerza de trabajo dimanan de su capacidad creadora del valor y dan lugar a las remuneraciones y otros derechos complementarios laborales y de Seguridad Social, a la estabilidad en el trabajo y a percibir las ayudas de desempleo, derechos que, por su importancia estructural, tienen la calidad de irrenunciables e indisponibles. Sobre ambos grupos se hierge el Estado como un poder de regulación, control y participación en el producto.
A este modelo se le ha denominado Economía Social de Mercado y es general ahora, con diversos grados de extensión de los derechos sociales. Se mantiene por la conciencia y voluntad de las mayorías sociales de que así debe ser, frente a las tentativas de algunos grupos capitalistas de reducir (ellos dicen flexibilizar) los derechos sociales para aumentar la parte de plusvalía con la que se quedan.
Una noción de socialismo perimida
La noción de socialismo como una economía estatizada ha quedado obsoleta.
La experiencia histórica ha demostrado que la burocracia estatal, tanto en los países socialistas como en los capitalistas, no es apta para cumplir la función indicada a cargo del capitalismo.
Recluidos en su apego a los reglamentos y sus rutinas y algunos dominados por la propensión a la arbitrariedad y la corrupción, a los burócratas le son extraños, incómodos o perjudiciales a su posición la iniciativa y el poder de la voluntad necesarios para identificar y satisfacer las necesidades de la sociedad que las empresas privadas pueden efectuar con eficacia y oportunidad.
Por esta causa, las empresas estatales sólo alcanzan la eficiencia si se les administra con técnicas de competitividad y, por lo general, en la producción de bienes y servicios de gran importancia estratégica o social.
El futuro inmediato
Se podría decir, como conclusión, que por conveniencia y conciencia quienes viven de su trabajo deben cuidar su status legal e impedir los retrocesos que implican casi siempre la pérdida de ciertos derechos adquiridos y, al contrario, lograr nuevos derechos sociales para todos, cubiertos con una parte creciente de la plusvalía, mas sin afectar la capacidad de crecimiento de la producción, en tanto la sociedad avanza hacia un cambio cualitativo cuyos caracteres aún no se vislumbran.
Es pertinente recordar aquí la conclusión a la que Marx llegara luego de estudiar la evolución dialéctica de la sociedad: “Una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productivas que pueda contener, y las relaciones de producción nuevas y superiores no la sustituyen jamás antes de que las condiciones materiales de existencia de esas relaciones hayan sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad.”
(Comentos, 30/3/2024)