Por Jorge Rendón Vásquez
La pertenencia a una sociedad crea un conjunto de derechos y obligaciones a los que todos deben atenerse y con mayor razón si todos son esencialmente iguales ante la ley que se dan para convivir en sociedad.
El derecho subjetivo o de cada persona implica la titularidad o la posesión de un bien o de un servicio o la expectativa de recibirlo de otro. Recíprocamente, la obligación consiste en la abstinencia de privar a aquel de su derecho o en la exigencia de entregarle el bien que le hubiera dado o su equivalente o de prestarle el servicio al que se comprometió. De allí que no haya derecho sin obligación, ni obligación sin derecho. Ambos son términos unidos, contrapuestos y equivalentes.
Entre los derechos fundamentales de los seres humanos se hallan la vida y la integridad física y mental, y la propiedad.
Hay, sin embargo, personas que se inclinan a no cumplir las correspondientes obligaciones inherentes a esos derechos. Y ello quiere decir que los privan de sus derechos o los vulneran de diversos modos. En otros términos, les quitan la vida o los hieren y se apoderan de sus bienes contra su voluntad.
La humanidad ha evolucionado en la consideración y aplicación de las sanciones a esos infractores. En los primeros tiempos las sanciones se basaron en la ley del Talión por la cual si una persona había matado a otra debía ser también privada de la vida, o si le había causado un daño corporal debía ser objeto de otro daño igual, o si le debía algo se le desapoderaba de una cantidad de bienes equivalentes para dárselos al titular del derecho o si no los tenía se le recluía en una prisión o se le imponían ciertos trabajos forzados.
Durante muchos siglos, la pena de muerte les fue aplicada a cuantos cometían delitos contra la vida, la propiedad y la autoridad de los reyes o se apartaban de los dogmas religiosos. Cabe suponer que cuando en la localidad alemana de Hammelin, hacia el 1200, se vieron obligados a contratar a un flautista que les aseguró que tocando su flauta se llevaría a las ratas que asolaban ese territorio y las ahogaría en el río, como dice el cuento El flautista de Hammelin, de lo que, en realidad, se trataba era de exterminar a los ladrones.
Luego de la Revolución Francesa de 1789, la sociedad, sin renunciar a la pena de muerte por lo delitos contra la vida, prefirió privar de la libertad por ciertos períodos a quienes hubieran infringido los derechos de otros, aunque condicionando su aplicación a ciertos procedimientos que debían seguirse al pie de la letra. Desde mediados del siglo XX se comenzó a abandonar la pena de muerte y a reemplazarla por la privación de la libertad.
Luego apareció una tendencia que asoció la privación de la libertad de los infractores a la idea de su corrección para convertirlos en personas de bien. Algunos criminalistas y penalistas de cátedra estimaron que la criminalidad podía reducirse, apelando a un cambio en la conciencia de los infractores, asociado al tiempo que pasaran en las prisiones.
Sin embargo, con este método, no se han obtenido los resultados esperados y la criminalidad aumenta, y, en algunos países incluso muy desarrollados económica y culturalmente, en proporciones incontrolables.
¿Por qué?
En primer lugar, porque en toda sociedad hay un porcentaje de personas que tienden a la comisión de delitos contra las personas, la propiedad, el Estado o la sociedad en general: matan, hieren, se apoderan de la propiedad ajena, extorsionan, trafican con productos prohibidos, o hacen, en general, lo que alguna ley prohibe.
A ello se añaden las insuficiencias educativas y de formación, la corrupción, la pobreza, las enfermedades mentales y la necesidad que predisponen al delito a cierto número de personas.
También interviene el ambiente favorable de ciertas sociedades a la promoción del delito. Tal lo que ocurre en ciertos Estados cuya población de todos los estratos sociales y edades se ha habituado al consumo de drogas, creando un gran mercado altamente rentable a pesar de los riesgos. No se sanciona en ellos el consumo de drogas que es la causa, sino su producción y comercialización, de espaldas a la economía de mercado en la cual la demanda crea la oferta.
Otro floreciente vivero del delito es la confiscación ilegal de los recursos del Estado, la exacción a los particulares por políticos y funcionarios de todo nivel y la muerte y abusos contra los que protestan, prevaliéndose del ejercicio del poder.
Como un reflejo de las sociedades delincuenciales, la literatura y el cinematógrafo han hecho de los delitos y los delincuentes sus temas preferidos y, ahora, casi únicos. Los criminales, sus técnicas y artimañas son los actores principales frente a los cuales los detectives y policías solo triunfan por algunas disposiciones rectoras de esos relatos. Viendo esas películas y series o leyendo esas novelas muchos expectadores y lectores no pueden ocultar sus simpatías por los malos y su deseo de que tengan éxito. Es evidente que algunos o muchos de ellos se predisponen, aun sin advertirlo, a incursionar en la aventura del delito. Es como la droga, cuya primera dosis puede atrapar para siempre en el escenario de esas sociedades en decadencia.
La privación de la libertad de los delincuentes no ha resuelto el problema de la criminalidad. Al contrario, las cárceles, hacinadas sin límites, siguen siendo ambientes de barbarie y perfeccionamiento de una gran parte de los recluidos. Prescindiendo de esta realidad, en el Perú los legisladores siguen creyendo absurdamente que alargando las penas, incluso por delitos nímios, se reducirá la delincuencia. Es lo opuesto: esta aumenta y, en consecuencia, lleva a los políticos con esas ideas, que controlan el Estado, a preferir la construcción de cárceles en lugar de escuelas.
Hemos desembocado a una situación en la que los delincuentes se han convertido en pensionistas del Estado, puesto que este los alimenta y alberga gratuitamente, amén de los gastos en policías, fiscales, jueces y personal auxiliar. Junto a ellos se ha desarrollado extraordinariamente la industria de la defensa jurídica de los delincuentes, por el número de estos y la elevada tasa de ganancia que reporta, una profesión cuyo éxito y respetabilidad, para algunos, se mide por la cantidad de delincuentes que lograr liberar o impedir que los condenen. Hace muchos años, un abogado penalista, ya bastante obeso, pero que en sus tiempos de rebelde estudiante universitario había sido muy delgado, me dijo que la libertad costaba. Aunque no me dio más explicaciones, lo entendí. Para empezar, cuando me lo dijo, cada trámite de libertad condicional costaba no menos de diez mil dólares y los delincuentes, sobre todo narcotraficantes, los tenían o mandaban procurárselos a sus complices en libertad. También, por ese tiempo, un presidente de la República, igualmente obeso, se dedicó a indultar a narcotraficantes con la empeñosa cooperación de los adláteres de su partido nombrados como sus auxiliares.
No hay estadísticas de la cantidad de delitos y delincuentes, detenidos, con procesos en curso, que duran una eternidad, y condenados, ni de la relación entre el número de agentes del Estado ocupados en la seguridad y el procesamiento de los delincuentes y el número de estos. Quizás, en algún momento, todos ellos lleguen a consumir la mayor parte del presupuesto público sin la obligación de devolverla.
Ante la insuficiencia del Estado, ya es posible advertir la privatización de la protección: servicios particulares de vigilancia e investigación, aparatos de detección de intrusos y alarma, intermediarios en la negociación, permisos para adquirir armas, legítima defensa. En Estados Unidos, por la Constitución, todos pueden comprar armas y portarlas.
Con la lógica de encerrar a los delincuentes para suprimir el delito en las calles, el presidente de la República de El Salvador Bukele los ha puesto en las cárceles por millares, desde los más peligrosos reclutados por las maras (bandas) hasta los ladrones de poca monta. Y ha tenido éxito. El delito ha desaparecido en El Salvador. No podrá, sin embargo, retenerlos allí para siempre. Cuando cumplan su condena, la justicia los libere o su gobierno termine recuperarán su libertad sin que Bukele pueda asegurar que saldrán redimidos. Por lo tanto, el problema solo ha sido envasado mientras él esté en el gobierno. ¿Sabe esto su sociedad o prefiere ignorarlo mientras disfruta de un momento de tranquilidad?
Ya se han pronunciado contra Bukele ciertos defensores de los derechos humanos, basándose en el presupuesto de que esos delincuentes los tienen y que deben ser respetados. No han dicho, sin embargo, si los delincuentes deben respetar los derechos humanos de sus víctimas. Y este es el tema central de la convivencia social. Los derechos humanos son de todos, y el delito implica la violación absoluta de los derechos de otros. A partir de allí queda entendido que la delincuencia es el apartamiento de la convivencia social. Cuando a comienzos del siglo XX, se debatía en el parlamento de Francia la abolición de la pena de muerte, uno de los diputados que se oponía convenció a sus colegas diciendo: Nos piden que renunciemos a la pena de muerte. Yo les digo: que los asesinos renuncien primero a ella. La pena de muerte fue abolida en este país recién en 1981, a propuesta del ministro de Justicia Robert Badinter, durante el gobierno de François Mitterrand.
En conclusión, el examen de la delincuencia debería ser replanteado como un tema conjunto de Sociología, Psicología, Economía, Pedagogía y Derecho, es decir como un tema fundamental de la Ciencia Política. El Derecho, en este caso, es un tema final y complementario que aporta la casuística delictiva. La clase, causas y duración de las penas corresponden a la Ciencia Política especializada en la criminalidad.
El cupo de delincuencia en la sociedad podría ser reducido elevando el nivel de educación de la población, dotando a esta de mayor igualdad en la distribución de la riqueza producida, elevando la formación de los agentes del Estado como servidores de la sociedad, instalando y desarrollando la noción de la solidaridad en todas las personas y reeducando a los condenados en prisión por el trabajo productivo y la cultura.
Si no se recurriese a estos u otros métodos similares y la plaga de la delincuencia se desbordase en el futuro, tal vez la sociedad se vea obligada a encontrar otros flautistas de Hammelin.
(Comentos, 17/3/2024)